martes, 29 de junio de 2010

LA VITROLA

Es diciembre y parece pleno verano. La tormenta arrecia y con ella el murmullo de las gotas en la teja y en las hojas de los robles y encinos. Se adueña del aire un olor a tierra y a malva que se resiste a morir, elevándose ese aroma medio seco como agradeciendo el llanto del cielo. Parece que todo se detiene para plasmarse en un cuadro. Los burros, las mulas, las vacas y las gallinas sólo agachan las orejas o achican su plumaje sintiendo su insuficiente resistencia al inclemente tiempo.

Todo se aquieta. Así como las ramas del hule en el corral de mi abuelo y también como se aquieta él, con sus barbas, su mirada perdida, cobijado por su sarape de lana y su constante silencio. Seguramente un remolino de recuerdos agobian sus cerca de nueve décadas vividas. Si mi abuela no hubiera muerto... Recuerda aquél tercer piso de ladrillo que mandó poner al corredor, después de tanto baile arrastradito amenizado por la vitrola de segunda mano y las olorosas damas disputadas. Vienen a su mente también la época de prosperidad que dejó la tienda, la cría de vacas y la cerca de terrenos, que desde entonces se hacía según la plata que tuviera cada quien para comprar el alambre de púas y la paga de mozos. Algunas veces en sus ojos marchitos por las cataratas, se puede ver cierto brillo de perlas de raicilla, creo que entonces es cuando recuerda los días en que trabajaba en su taberna o cuando iba a la leña cerca de los “telpetates”. Si mi abuela no se hubiera muerto....

Rompe el silencio cuando los recuerdos ya no tienen espacio. Habla de la primera vez que fue a Pizota y como al bajar por el cerro de entre las ramas de las palmas sus ojos alcanzaron a ver el mar, tendido como un gran mantel azul que invita a ponerle encima los plátanos, las papayas, los cocos y el café que por el camino, con sólo tender la mano, se podían ir cortando. Recuerda cómo por donde quiera brotaba agua en el rancho. ¡Qué coraje hizo cuando desmontaron el cerro de enfrente!, con razón dijo no hace mucho, que dentro de poco tiempo para las secas, si bien nos va, sacaremos lodo de los pozos, porque lo más seguro era que en la mayoría sólo escuchemos el golpear de la cubeta en el fondo.

Recuerda que nació antes de que empezara el nuevo siglo, se siente orgulloso de que así haya sido. Alguna que otra lágrima le brota en silencio. Es entonces creo que recuerda cuando sus hijos se fueron. Todos, hombres y mujeres. A los que pudieron continuar su pequeño imperio, los varones, no pudo nunca inculcarles el amor por la vida del campo. Al final se fueron. Uno a trotar en el mundo en busca de fortuna sin darse cuenta que en sus manos la tenía. Otro a dormir su embriaguez en lugares distantes. Sus hijas pariendo hijos. Entonces vino la época de los nietos. ¡Ah cuantos recuerdos le arrancan!, pero lo que más le hace sentir orgulloso es el no haber defraudado a su padrino Felipe cuando transportaban las canastas repletas de monedas. Ni como recuerdo se quedó con alguna. De ser así, pienso que no recordaría con tanto entusiasmo esos pasajes.

Es diciembre y parece pleno verano. Mi abuelo se arropa con su sarape de lana y con su silencio mientras la lluvia cae. Si mi abuela no se hubiera muerto todavía mi abuelo tomaría su “rucurrucu”: leche caliente, canela, chocolate, dos blanquillos y su piquetito de raicilla. Todavía tomaría el machete, el azadón y la coa para cuidar sus “matitas” de frijol y las milpas de secas, sin faltar, por supuesto, las de tomate y de chile. Sí, el abuelo se fue quedando quieto al alejarse su compañera. Así como en el tiempo se quedaron prendidos su ganado, los caballos, la tienda, la cantina. Se prendieron para no volver a soltarse. Se perdieron como las notas de las canciones que salieron de la vieja vitrola desafiando el canto de los gallos, la algarabía de los grillos y el grito de los ebrios.

Invierno de 1992.

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